Ceres tiene siete años. Son las nueve de la noche y su madre la insta a que se lave los dientes y se vaya a la cama. Ella quiere ver la tele un poco más. "Venga, cariño", le dice su padre, "que mañana vas a tener mucho sueño y lo pasarás mal en el cole".

En el colegio nadie se llama como ella. Le hubiera gustado llamarse Susana, o Patricia; aunque últimamente, sólo a veces, empieza a no disgustarle tanto tener un nombre tan único. Muchas veces le han contado sus padres que Ceres era una diosa que enseñó a los humanos a sembrar semillas en el campo, a cuidar y regar los brotes nacidos de ellas, a recolectar los frutos o las plantas mismas para alimentarse o hacer medicinas... Bueno, tener nombre de diosa no está tan mal. "Ser diosa es más que ser princesa, más que ser reina, ¿no, mamá?", le pregunta a su madre, ya en la cama, mientras ésta la está arropando y le está dando un beso de buenas noches. "Pero, ¿más qué?", contesta la mamá con ternura retirándole el pelo de la cara en una caricia. "No sé, más... más...". Aunque sabe lo que quiere decir, Ceres aún no tiene en su vocabulario la palabra que busca; su madre la ayuda: "¿Poderosa?". "¡Sí, eso!". "Pues seguramente sí, pero... ¿tú crees que es bueno tener mucho poder?". "¡Sííí!". "¿Y si alguien muy malo o muy egoísta tiene mucho poder?". "Mmmm... Pero Ceres era buena, porque enseñó a las personas a sembrar en la tierra para que luego nacieran plantas y...". "A cultivar, se dice cultivar".

Cultivar. Poder. Ceres se duerme con dos palabras recién aprendidas, dos palabras que han entrado en su ser de la mano y que ya siempre, incluso cuando no recuerde en qué momento o por qué sucedió, permanecerán en su mente y en su corazón vinculadas.

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