Había una vez un príncipe que era dueño de toda la arena del universo. Para él era el bien más preciado, pues sus momentos más felices los recordaba jugando en esas cálidas playas, corriendo por la arena, revolcándose, haciendo castillos de innumerables formas y tamaños,y además del castillo también hacía casas para su pueblo, e incluso huertos y animales. Pero él construía y construía para nada, pues siempre llegaba una ola y le derrumbaba todos sus edificios, y con ellos se caían también sus sueños y esperanzas. Aunque llegó un día en que, cansado de que siempre ocurriera lo mismo, decidió vender parte de su arena para construir el pueblo de sus sueños, en el que todos los habitantes fueran felices y vivieran en armonía cultivando sus huertos y cuidando a sus animales.

Viajó a otros reinos, cercanos y lejanos, en busca de compradores de su arena, pero a cada reino que llegaba le ocurría lo mismo, cuando decía lo que quería vender no paraban de reírse y le tomaban por un loco. Un poco cabizbajo y sin su objetivo cumplido volvió a su reino de inmejorables playas donde el pueblo le esperaba expectante deseando que trajera materiales y utensilios para construir sus viviendas, pero cuando le vieron venir de lejos enseguida comprendieron que no había conseguido nada. El pueblo en lugar de recriminarle le recibió con aplausos y alboroto, el príncipe no entendía nada, pero una muchacha muy alegre le explicó:

“Usted lo ha intentado, si en otras tierras no quieren nuestro oro nos lo quedaremos nosotros y lo disfrutaremos como bien sabemos”

Al escuchar esto, al príncipe se le encendió la bombilla, pues muchas veces el mar traía materiales que se quedaban en la arena y podían servir para construir algún edificio más fuerte, además la naturaleza que tenían alrededor de sus playas también les proporcionaba materiales más resistentes que la arena mojada. Al día siguiente el príncipe reunió a su pueblo y le contó la idea de crear viviendas con lo que allí tenían, todos estuvieron de acuerdo y se pusieron manos a la obra, uno se ocupaba de hacer arcilla, otro de coger hojas de palmera, otro de preparar telas, del huerto, de hacer corrales a los animales... Todos tenían una tarea, y así ayudándose unos a otros en pocos días tenían un pueblecito montado junto a sus playas; las casas no eran espectaculares pero eran cálidas y acogedoras, tenían sitios para hacer fuego y hacerse allí las comidas, además los desechos de los animales les servían para abonar el huerto, estaba todo muy bien pensado.

El príncipe era feliz viendo que su pueblo vivía en armonía y disfrutaban de la vida como bien sabían, primero ocupándose de sus tareas y luego jugando en la arena sin preocuparse de nada más. Era un pueblo de paso, por lo que muchos viajantes veían lo felices que eran sus habitantes e incluso muchos se quedaban. El resto de reinos viendo lo ricos que parecían sus habitantes (pues no les faltaba de nada y no existía la pobreza) quisieron ahora comprar la arena del príncipe, pero entonces era el príncipe el que se reía y les decía:

“Ahora no está en venta, ya no nos hacen falta materiales y tenemos aquí todo lo que necesitamos, pero os invito a quedaros y que la disfrutéis, pues gracias a vosotros esto fue posible y que mejor manera que hacerlo compartiendo nuestra felicidad.”

A lo que la muchacha que le dio la idea al príncipe añadió:

“Es bien sabido que en la adversidad habrá prosperidad”

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