Durante mucho tiempo me sentí como esas rocas que sostienen el intenso y dulce movimiento continuado de las olas mientras van siendo consumidas y aristadas… sentía mi alma… como esas rocas arañadas. Aquella última noche en que nos desnudamos, abrazados sobre tu cama, sentía el calor de tu vida mientras nuestros besos seguían el son que marcaba la lluvia. Abrazarte, olerte, suspirarte, oír tus jadeos, tu sudor. Sintiendo el deseo nos movíamos.

“Quédate a dormir” me dijiste. Y en ese momento se me hicieron patentes los desengaños, las ausencias, los rechazos… me marché. No quiero vivir de sufrimientos ni frustraciones.

Después de año y medio evitando verte y negándome a quedar contigo, hoy, de repente, me dices que estás en Cartagena y que vaya a verte. Sólo hace unos días de tu último intento de quedar y de otra nueva negativa mía. Algo me empuja a ir. Nos vemos. Mi imaginario vuela, se llena de ideas, de sensaciones que no sé si corresponden a la realidad o no. “No te vayas, quédate” me vuelves a decir y vuelvo a marcharme. ¿Cómo quedarme en un lugar donde soy lo que no quiero ser y donde la confianza perdió su sentido?

Y creo en este instante, quizá equivocadamente, en el que habitando una mirada se comprende si hay un lugar para uno o no. Mi deseo es quedarme donde sienta que hay un lugar para mí y a la vez yo quiera estar. Y en tu mirada no he encontrado hoy ese lugar, sino todo lo contrario. Creo que hay dos formas de demostrar el amor, con la mirada y con los actos, y que no pueden vivir una sin la otra.

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