El día que entraron en aquel desván, una vez tomada la difícil decisión de ir a su casa, encontraron un enorme archivo fotográfico, lo único que había dejado de sus años de corresponsal de guerra. Les llamó la atención, a sus inconsolables padres, que sólo aparecieran pueblos destruidos, casas que brillaron cuando estaban habitadas y ahora no podían ni hablar. Como ella. Habían quedado mudas. Ya no podían albergar historias, ni pasadas, ni futuras. Igual que le había pasado a ella. Arrebatada por aquella bala perdida.

O al menos eso era lo que les habían contado.

Ni un solo rostro, de niño, ni de anciano, ni una cara joven dañada por el dolor de la guerra. Encontraron imágenes de cientos de escombros, decenas de paredes agujereadas y montones de escaleras venidas abajo por las bombas.

Era lo único que ella había dejado en su desván, muy ordenado en cajas, con sus respectivas fechas, pero sin nombres. Como si fueran anónimos lugares que en realidad ya no contaban en la memoria de nadie. Ni un escrito, ni una palabra que explicara lo que había pasado en cada sitio, ninguna seña para saber dónde había sucedido toda aquella destrucción.

Se podía ver el trabajo de sus diez años de viajes por países en permanente conflicto. Diez años sin apenas volver a casa, excepto temporadas muy cortas. Años de curiosidad constante, de mostrar al mundo lo que el hombre hacía con su propia obra. Pero sin atreverse a fijar su objetivo en el dolor ni en la muerte de ningún ser humano, indefenso ante la propia barbarie de sus congéneres.

Los que la conocían creían saber el porqué: respeto, decían. Pero ella lo llamaba cobardía, la que le incapacitaba para enfrentarse a esos rostros, la que le impedía retratar el dolor humano.

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