No recordaba el bosque, quizá no estuviera allí entonces. O puede que no lo recordara porque antes no miraba, ni tampoco veía. Durante años sólo tuvo ojos para la meta: una montaña lejana que le ofrecía una visión circular del valle y el placer de ganarle, una vez tras otra, la batalla.

Volvió al lugar hace unas semanas, con restos de un naufragio todavía pegados en la piel, determinado a subir, a culminar, a sentirse otra vez —una vez más— de su tamaño. Pero se perdió, el bosque le restó velocidad y se le echó la tarde encima. Acabó sentado al borde de un riachuelo con un tintineo asimétrico y pegadizo, en un claro regado por el adormecido sol de marzo y plagado de orquídeas silvestres de color malva brillante. Un perro vagabundo se acercó a reclamarle un trozo de bocadillo a cambio de una mirada.

El excursionista miró hacía el horizonte y le pareció ver la silueta de la cumbre escoltada por nubes rosadas. Volvió la vista hacía el riachuelo, las orquídeas y el perro, que lo miraba con insistencia. Le tendió la mitad del bocadillo y tomó la senda de regreso guiado por él.

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