Hoy, por fin, me atreví a volver a entrar en su habitación. Demasiados recuerdos, demasiadas emociones me embargaban y hacían que no pudiera girar el pomo de la puerta. Pero hoy lo conseguí.

No estaba él, pero sí estaba su alma. Su espíritu seguía flotando en el aire, tal como fue en vida, mejor dicho, tal como fue en esta vida. Porque ahora, desde el último lazo de unión con este mundo, seguía transmitiendo las mismas virtudes con las que se enfrentó a su largo peregrinar hacía la muerte: calma y sosiego.

Él se fue, pero nos dejó la enseñanza de que nada muere, de que todo cambia y, siempre, el siguiente paso es mejor que el anterior, sea cual sea el paso a dar. Ahora sin él, miramos a la vida, a la mía y a la de nuestros hijos y nietos, con la serenidad de un futuro reencuentro.

Sin él, pero con él. La vida, como la muerte, se reduce a una sola palabra: amor.

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