Luisa aún se relamía mientras las otras gatas observaban con incredulidad adónde había mandado a la extranjera, a la otra, a la rival, a la que le amenazaba cada mañana el pescado que José se dejaba medio olvidado en el puerto de la playa Zicatela.

Con estos ojitos que se ha de comer la tierra lo vi todo. Yo estaba con mi infusión de beleño blanco, sentado bajo la higuera en la senda del mar y con mi niño en el regazo, cuando empecé a oír toda esa maulladera que se tornó en empellones y zarpazos en cuanto José arrojó el pescado en el callejón. Ahí mismito, tras la lonja comenzó la batalla por la tilapia, la merluza y los camarones descartados.

El primero en llegar fue Donatelo, quien pese a su edad seguía teniendo un olfato finísimo, y se llevó casi toda la tilapia desapareciendo sigilosamente. Después llegó Gargamel con un gatillo que no reconocí; se cogieron la tilapia que quedaba y con un conspicuo gesto marcharon raudos. El gaterío se presentó justito después comandado por Luisa que ya había oteado en el horizonte a la otra en veloz carrera hacia la merluza y los camarones. Según llegaba se lanzó al pescado a la vez que Luisa le lanzaba la zarpa justo al hocico negruzco y húmedo con semejante fuerza que terminó en el carajo del mástil mayor de un barco atorado en el puerto.

Y volando, volando se fue junto con nuestra mirada: la de las gatas, la mía y la de mi niño. “¿Los gatos vuelan?” “No, Bienvenido, los gatos no vuelan” “Pero si se encuentran con Luisa sí vuelan”. ¿Cómo razonar ante semejante verdad? Mientras Luisa aún se relamía por la batalla, en el audaz solaz de la dicha, nos echamos tales y tantas carcajadas que nos dolió la tripa de tanto reírnos y no pudimos ver como entre todas devoraron la merluza y los camarones.

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