Cada vez que recibo una carta de mi hermano, no puedo remediar volver a la infancia por un momento. Ese tiempo en el que él era el absoluto protagonista. El centro de todas las simpatías y de todas las miradas. Le recuerdo siempre inventando juegos nuevos, siempre metido en líos nuevos. Como cuando apareció en casa con un inmenso reloj. La que se montó. Nadie podía con él. Mi madre no podía con él. Lo que se propusiera, lo conseguía.
Y ahora tiene un hijo, me cuenta y vuelvo a pensar en nosotros, en mí, en cómo me protegía. Y en cómo no me dejaba participar en sus juegos. Me viene a la memoria aquella plaza, punto de reunión de bicis, amigos y desocupados. Yo siempre observaba, yo siempre venía de estudiar (él no, no lo recuerdo haciendo deberes, ni llevando libros). Mi hermano siempre organizaba, y siempre ganaba, algunas veces con trampas, aunque, en mi ingenuidad, no lo supiera por aquel entonces.
Guardo la carta en la caja de zapatos que ya está a rebosar. Una más. Yo nunca le respondo. Pero él me sigue escribiendo. Mi hermano mayor.
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