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Llevaba meses sin verla, la última vez apenas un café con prisa en medio del invierno. Ella vive lejos, en Madrid. El sábado comimos juntos en mi casa.

Ella sigue una dieta estricta y pasamos la semana anterior negociando el menú. ¿Gazpacho de aguacate? Vale, pero sin tomate. Pescado a la plancha con verduras (acelgas si puede ser). Y nada de congelados o microondas, que te conozco. Esto era lo que ella decía. Ella sabe. Por cierto, se llama Helena y es mi hermana.

Llegó a mediodía, con un vestido blanco y vaporoso; se había cortado el pelo y estaba muy guapa, parecía una heroína de comic. Traía una foto suya en la mano, de cuando niña, corriendo por la arena de la playa. Después de abrazarnos me la mostró.

—¿Recuerdas este día? —preguntó.

—No, pero es igual —le contesté.

En ese momento, y para siempre, decidimos dejar de buscar una explicación a lo nuestro.

Comimos hablando, seguimos hablando y cenamos hablando. Cuando nos dimos cuenta, era ya domingo, y se había instalado en nosotros un cansancio sordo. La llevé a casa de sus padres, pero no pasé a saludar porque era tarde y además yo a ellos no les conozco. Y no les conozco porque no son mis padres. Mi hijo tampoco es sobrino de mi hermana, ni aparecemos juntos en una foto de infancia, ni nuestros nombres están en el mismo libro de familia, ni tampoco en el buzón de correos de la misma casa.

Y, sin embargo, estamos tan seguros de que somos hermanos como de la existencia del Polo Norte.

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