Se podría decir que mi primera mascota fue una bacteria. En cierta forma fuimos también compañeros de trabajo. Nuestra relación careció de afecto, pero llegó a gustarme su olor afrutado, y mantuvimos un intercambio justo: yo le proporcioné alimento y ella datos para los estudios que ocupaban mi vida de entonces. Un tiempo después, tuve un acuario de peces tropicales, que entretuvo mis tardes de invierno, y también algunos gorriones que recogía del jardín en primavera y los alimentaba hasta que podían volar. Reconozco que rocé lo escabroso un día que encontré un murciélago maltrecho en el arcén de una carretera. Lo guardé en la bolsa de la bicicleta y lo mantuve escondido en casa unos días hasta que se marchó voluntariamente.

Y así, buscando, un día de verano me encontré con una perrita mediana, lanuda, con ojos grandes de color miel y especialista en el alma humana, al menos en la mía. A su lado entré de lleno en la vida adulta, aprendí a concebir la existencia como un entorno imperfecto, y a percibirla como un cúmulo de momentos, a devorar los buenos hasta los huesos y a hibernar durante los malos refugiado en un grueso impermeable. Me conquistó en pocos días y nuestra historia de amor duró lo que su vida: trece años. Se llamaba Leica, como la marca de cámaras de fotos. Aún la recuerdo todos los días.

1 comentarios: