Soy un árbol. No me preguntes de qué tipo, de qué familia; no lo sé: nunca nadie me lo dijo. Aquí, donde ahora me ves, germiné de una simiente que probablemente trajo el viento. Aquí crezco. Aquí vivo. Único de mi especie en mi entorno, sufrí durante mucho tiempo la angustia de la soledad; cerrado en mí mismo, me debatía entre la autocompasión y el orgullo.

Hasta que un día, agotado y enfermo, debí de relajar sin querer no sé qué músculos vegetales, y un delgadísimo rayo exterior acertó a penetrarme: un tenue y desconocido calor fraternal iluminó levemente mi oscuridad amarga. No tardé en dar de sí aquella primera débil estría y, desde entonces, se han ido abriendo canales y más canales del exterior hacia mí, desde mí al exterior.

Hoy sé hablar el idioma del agua, de aire y de la tierra, de criaturas con sangre o con savia que viven o pasan bajo mis ramas. Y hoy sé que la belleza es el alma colectiva de un ser prodigioso.

Soy un árbol. Me conoces. Soy un árbol, soy tú mismo.

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