Domingo, 7 a.m, abrí los ojos, salí a la calle, -en pelotas-, hoy no tenía traje que ponerme.

Enfurecida, respiración agitada, ojos desafiantes, aliento sulfurado y caliente, notaba cómo me ardían los pulmones. Un hueco se abrió en mi pecho lleno de fuego, estaba dispuesta a descuartizar a quien se cruzara por mi camino.

LLegué hasta el puerto pesquero, no encontré a nadie que se cruzara por el camino, eché mi brazo todo lo atrás que pude y con fuerza le dí un puñetazo a la pared que tenía delante de mi. Bajé la mirada y había una piedra que debía pesar unas mil toneladas. Sólo pude arrastrarla y dejarla caer al agua; con los ojos todavía cerrados dije: ya pasó. Mis brazos cayeron al borde como si se tratara de una marioneta sin dueño, abrí los ojos, agotada, y todavía tirada en el suelo, miré y ví el reflejo distorsionado de la armonía que dejé antes de las 7 de la mañana de hoy.

Algo se ha roto... pero me gusta.

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