Érase una vez una balsa de riego donde vivían muchos animales. Entre ellos había una rana y una libélula. A la rana le encantaba martirizar a la libélula.

–Te comeré, te comeré, la próxima vez que pases te comeré.

La pobre libélula estaba aterrorizada y pedía al dios de las libélulas que castigase a la cruel rana mientras se acurrucaba temblando en el matorral que le hacía de casa y del que solo salía, a causa del terror que le infundía la rana, cuando el hambre se hacía insoportable.

Un día, después de casi una semana sin comer, la libélula se atrevió a cruzar la balsa y aliviada se sorprendió de que la rana no apareciese por ningún lado. En ese mismo instante, a muchos kilómetros de allí, a varias hormigas se les hacía la boca agua con un inesperado hallazgo en un mar de ceniza.

–Que contenta se pondrá la reina- se decían entre ellas- rana para cenar, y encima bien churruscadita, como más le gusta.

Para Javier

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