Cae la tarde en el Albaicín.

Se acomoda en su sofá vespertino y espartano y le regala un par de rasgueos a la vida. Él, que ha sido fondo toda la jornada, se hace figura. Figura y duende. Pasión que fluye hacia la punta de sus dedos desde cada calada. Su música incluye silencios en los que no está con nadie más que con él. Ni siquiera con su guitarra.

Se mete muy hacia dentro, de la mano de dos corcheas. Se deja caer. Desliza suave por un pentagrama en forma de tobogán que llega hasta el centro del mundo. De su mundo, el que está hecho del material que él habita. El que sostiene sus pies y su fantasía. Ahí encuentra; y se encuentra. Apenas un momento, inhalar y exhalar. Vuelve fuera con la siguiente nota, abrazados, cómplices, como dos buenos amigos. Vuelve fuera. Acuna las cuerdas; en las yemas de sus dedos tanta ternura como dureza. Quienes pararon, a escucharle y a escucharse, aplauden. Han encontrado también. Desde el jarro de emociones que les ha hecho aplaudir lo saben; aunque en ese jarro no haya todavía palabras.

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