Al primer golpe de vista mis ojos se retiran pero ya es tarde, se retiran horrorizados  y es tarde porque la información ya ha sido recibida. Mi cerebro ha procesado la ambigüedad de una imagen y en milésimas de segundo pensamiento, emoción y curiosidad se mezclan en una danza vertiginosa que empuja al ojo a seguir enfocando: Lo que veo me descoloca, me trastoca, me obliga a elegir. Dos ideas se abren paso y luchan por prevalecer, el final prematuro de un bebé muerto de pura injusticia y el juguete abandonado, desechado a medio jugar. La muerte y la vida se superponen, se solapan y aunque sé que las dos van unidas, que la una forma parte de la otra y aunque la mayoría de las veces no caigo en la cuenta de mi capacidad de elección, en este momento lo hago y elijo la vida.

Una niña que todavía no ha cumplido cinco años entra un día en un desván, donde el trasterío inservible de una casa se acumula y apolvorienta a causa de la lástima y/o la costumbre rayana en manía de no-tirar-nada. Sus ojos infantiles topan con un peluche arrumbado en un rincón. La niña es muy pequeña y su experiencia vital es corta pero lo que cabe en ella es inabarcable. En ese corto período de tiempo la niña ha dado pasos de gigante. El peluche lo es apenas, la mera verdad es que se trata de un muñequito de los que se feriaban en los años cincuenta del siglo pasado, que no mide ni 15 cm y que cuelga de un anillo de cordel que le sale de la misma cocorota. Esa niña se sorprende reconociéndolo -¿cómo había sido capaz de olvidarlo?-.

Al verlo ahí tirado y abandonado de su recuerdo, siente pena y culpabilidad. Tanto lo había
querido a ese pequeño objeto que vive su olvido como una traición, así que lo quiere coger y, apretado contra su pecho, llevárselo consigo de nuevo. En esto que la inmensa sabiduría natural de la infancia, esa que se va olvidando, relegando y casi siempre sustituyendo por otra más pragmática y más adulta desde el punto de vista de los adultos, claro, se interpone y le dice lo qué tiene que hacer: sin siquiera tocarlo, lo deja y se va tranquilamente a sus quehaceres de niña que no ha cumplido todavía cinco años.

Esa niña no es consciente en ese momento, pero ya no lo olvidará jamás, el recuerdo del peluche le acompañará toda su vida y también lo hará su agradecimiento por todo lo vivido y recibido en aquella temprana y tierna relación, por todo lo que aprendió con él: a salir  del ensimismamiento en que vivía hasta encontrarlo, a dar el gran salto hacia afuera, a romper el cascarón.

Y tampoco entonces se llega a percatar del regalo póstumo que el pequeño juguete le está haciendo y que irá adquiriendo forma y valor a través del tiempo: aprender a soportar y atravesar el dolor y la culpabilidad que casi siempre acompañan la pérdida de algo muy querido.

1 comentarios:

  1. Jerome la verdad que esa foto me da "yuyu" y comprendo a Herminia cuando dice que lo ve "me descoloca"-

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