“¡Qué alivio!”, pensó al ver su cara llena de pelo, las cejas prominentes, su frente arqueada hacia atrás en una típica forma simiesca. Tan sólo seguía siendo un homínido, un homo ergáster, casi un australopithecus, aún.

Un ser capaz de proyectar en su mente algunas abstracciones sencillas, algunas herramientas que más tarde fabricaría, algunas emociones y sentimientos hacia otros miembros de su grupo. Un ser primitivo y salvaje, en el mejor de los sentidos. Una mente elemental y unas manos incapaces de llevar a cabo todo cuanto pasaba por su cerebro.

Era un ser no humano que empezaba a sentir en lo más profundo de su alma, a la tenue luz de una razón incipiente, los ecos de una humanidad que algún día, dentro de mucho tiempo, cubriría con su locura toda la faz de la tierra.

Pero, por suerte, aún tendrían que transcurrir casi dos millones de años para que los hijos de los nietos de sus descendientes, los homo sapiens, hicieran realidad los sueños y pesadillas de aquel fascinante hombre mono.

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