El sol le iluminaba la cara, pero no sentía su calor. No se atrevía a abrir los ojos, a pesar de que el leve balanceo de la hamaca, ahora que se había despertado, le producía cierto mareo. Entreabrió sus ojos, por temor a deslumbrarse, pero aunque el sol le daba directamente en su rostro, no le cegaba en absoluto. Miró al otro lado del porche de su cabaña y le embargó la belleza que se desplegaba más allá de la puerta.
Los árboles parecían estirar sus ramas al máximo intentando abarcar el mundo en un frondoso abrazo de hojas y frutos. La hierba bailaba en una coreografía sinuosa al ritmo de una brisa caprichosa, dibujando espirales vivas como un pintor borracho de inspiración. Fuera el verano enloquecía la vida, con esa vitalidad lujuriosa tan habitual de los climas húmedos y templados, como consciente de que en breve vendría el frío y el letargo, con esa necesidad imperiosa de sentirse vivo y activo que ahoga a quienes sienten la llegada del otoño de sus vidas. Podía notar el calor al otro lado de la puerta, su intensidad, su vitalidad, su avidez por abrazar los cuerpos y la materia. Pero ni el calor, ni el verano atravesaban el marco de la puerta.
Había algún tipo de barrera invisible que sólo dejaba ver, y a lo sumo imaginar, la esplendorosa realidad de la vida. El interior de su cabaña era tibio, neutro, apenas discernible. A falta de variedad en el estímulo, dentro no se sentía nada, porque nada puede sentirse cuando no hay cambio y allí nada cambiaba.
Incapaz de soportar más el deseo de experimentar la vida, alargó el brazo intentando tocar el otro lado de la puerta. Pero al estirar su brazo la hamaca se balanceó violentamente. El miedo le hizo retirar el brazo inmediatamente, de forma automática, defensiva, casi inconsciente y se encogió, temblando, dentro de la ilusoria seguridad de su hamaca, como tantas veces antes, como siempre que la vida le llamaba a sentirla. En la eternidad del rato que tardó la hamaca en dejar de balancearse, mientras las lágrimas se escapaban de sus ojos, se volvía a preguntar una y otra vez, entre sollozos – “¿Qué hago?”
Un grillo que observaba posado sobre la barandilla le cantó con fuerza - “¿Por qué no te bajas primero de la hamaca?” – pero apenas escuchó un - “¿Cri-cri?”. El grillo se encogió de antenas, dio media vuelta y de un salto se zambulló gozoso en el mar de hierba, que seguía bailándole a la brisa del verano.
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