Decidió desenredar su vida el día que empezó a jadear al subir la cuesta del estanco. No era el tabaco lo que le mataba, sino el sobrepeso de su existencia. Andaba ya años con el gesto torvo y los ojos enturbiados de lágrimas cristalizadas. Algunos vecinos del pueblo le aconsejaron que fuera al médico para que le diera algo para el ánimo. Pero él, que siempre se las había apañado solo, decidió sentarse en una silla del patio al fresco y, hebra a hebra, soltar todo lo que estuviera por caer.
No se puede decir si aquello duró dos días o varios meses, pero cuando acabó, se sintió tan liviano que fue a la farmacia a pesarse. La báscula normal no marcaba nada, y la de al lado —en la que pesaban a los bebés— dio una extraña lectura: veintiún gramos. Por un momento se quedó enganchado buscando un recuerdo perdido. Le pareció que su nieto le habló en una ocasión de una película con ese título y que eso era, exactamente, lo que pesaba el alma de un ser humano.
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