Mientras el oleaje marcaba su cadencia contra el muelle Sebastián se me acercaba más despierto, más afable y más sonriente que yo. Eran las siete y estaría hasta mediodía. Así me dijo.
La noche anterior había mirado al cielo para predecir el tiempo. Desde que enviudara no tenía más pasatiempo, pues era bien sabido en el Puerto que no se le conocían vicios. Los vecinos no escuchaban la radio ni prendían el televisor para conocer el pronóstico meteorológico, con preguntarle a él bastaba.
Desde que murió Encarnación había descubierto, además, otra forma de pasar el tiempo, de matarlo: sin prisas, sentado en un muelle sin barcas atoradas, esperaba día tras día pescar algo más que la nada cotidiana. Los utensilios no le faltaban nunca: alicates, navaja, prismáticos, ganchos y bicheros de todos los tamaños, tirador, anzuelos, sacanzuelos, un par de cañas, la silla, el bocadillo, la cantimplora de agua y una petaquita llena de anís.
-¿Y para qué tanto cacharro? -le pregunté.
-¿Para qué? Porque hay que estar preparado para la felicidad.
Es una de las cosas más difíciles que conozco, la de prepararse para la felicidad y saber recibirla adecuadamente. A veces pasa a nuestro lado y ni la vemos.
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