Mi mujer recortó el anuncio del periódico y aunque yo no tenía el más mínimo interés en mudarme de casa la acompañé.
Estábamos sentados en el porche a la sombra de una higuera. La dueña parloteaba desde hacía rato sobre el incremento del precio del alquiler en aquella zona, la buena situación de la casa y lo dispuesta que estaba a pactar con nosotros una buena mensualidad con el fin de que la alquilásemos.
Un gato, grande y gordo, franqueó mis piernas arrastrando una madeja de hilo. Una vez que hubo pasado se detuvo frente a mí; me miró desafiante y restregó su grueso y peludo rabo por la pernera de mi pantalón invitándome a seguirle. Me sorprendió lo enorme de la bola de hilo que llevaba entre sus patas. La mujer con quien nos entrevistábamos no se extrañó de la presencia del gato y continuó con su cháchara. Yo dejé de prestar atención a la conversación y seguí con la mirada al animal; no me interesaban para nada las condiciones de alquiler de algo que no quería alquilar. Al fin y al cabo sería mi mujer quien tomara la decisión.
El gato, rodando penosamente la bola, se dirigió hacia la puerta de entrada de la casa. Con su cabeza apartó la persiana de láminas de madera que protegía la puerta y con las patas delanteras empujó la gruesa madeja hacia el interior no sin mucho esfuerzo. Quise acercarme para curiosear. Al levantarme tropecé con la mesa y estuve a punto de derramar la taza de té que me acababa de servir. La señora, que sabía cuál era el motivo de mi impulso, no dijo nada; me miró con sonrisa cómplice y continuó con la conversación dirigiéndose a mi esposa.
Quedé atónito cuando comprobé que el animal guardaba entre la persiana y la puerta numerosos ovillos hechos con tiras de distintos materiales, texturas, colores y tamaños: de algodón rojo, de poliéster amarillo, de desechos de telas estampadas y otros de hilo de fibras que no conocía. Supuse que cerca habría un telar de jarapas aunque no era explicación suficiente. Me pregunté por la intención del gato para acumular en aquel sitio, con tanto ahínco, aquellas enormes madejas. El animal se había recostado entre ellas. Disfrutaba de la sombra tras la persiana mientras las custodiaba. Me miró de nuevo, ahora con dulzura, y al rato siguió dormitando plácidamente.
Intuí que aquello era un mensaje definitorio y decidí que aquella sería mi nueva casa. Volví a sentarme a la mesa.
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