Él iba todos los días a observarla en silencio, ella no debía saberlo.
Había tenido que dejarlo por los horribles dolores de espalda, tantas horas sentado sobre la tabla buscando la mezcla perfecta… Todo lo demás lo vivía cada día en secreto, la emoción de devolver a cada sillar de piedra su sentido primero, el privilegio de pasar los días en el recinto sagrado y silencioso, con el olor a viejo y sagrado que impregnaba sus huesos y su memoria.
Sentado en un banco de madera, sin luz de foco, el compartía con ella la emoción.
Ella no debía saberlo.
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