La playa tenía nombre de piratas de antaño, Calamuertos la llamaban. Seguro que guardaría secretos de tesoros y venganzas. Pero a él sus colinas siempre conseguían evocarle la sensualidad que desprendían las líneas curvas que modelaban todo el cuerpo de ella. No podía evitarlo, cada vez que pisaba esa arena tan especial. Cada vez que dirigía su mirada hacia las montañas del horizonte.
Aquella playa era testigo de sus inviernos más intensos, inviernos cálidos del trópico. Y de sus veranos también. Revoloteaban al atardecer por la orilla, como si de niños pequeños se tratara. Iban, venían, siempre esperándose, siempre mirándose. Ajenos a cualquier paso del tiempo, ajenos a cualquier mirada. Todas las tardes.
Y todas las noches… él la abrazaba, y evocaba a su vez las montañas de la playa, acariciando el pecho de ella. Pensaba cómo la naturaleza, tan perfecta, se repetía en los lugares más extraños, en la playa, en su cuerpo… y abrazados se dejaban vencer por el sueño. Todas las noches.
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