El color del cielo va perdiendo intensidad y desde el lugar donde éste se acuesta en la tierra, se van desparramando bellas tonalidades nunca repetidas, siempre espectaculares. Es la hora del lubricán, la mejor para el reposo, la reflexión y la ternura.
Laura sale de su escondite y se me acurruca, sensible, vulnerable, necesita apoyo y fuerza para probar a expresarse, a exponerse, para no insistir en la autoexclusión.
Viene triste, el semblante serio, los ojos húmedos. La abrazo, le acaricio el entrecejo y acercando mi cara a su carita, dejo que mis palabras se deslicen suavemente en su pequeño oído de niña preocupada.
- Tranquila, no tengas miedo, eres un ser humano maravilloso, genuino, irrepetible en su identidad; tu función en la vida es muy valiosa, la utilidad de lo que haces es obvia, con sentido propio; no estás sola, mucha gente a tu alrededor te quiere, te comprende, y tú comprendes y quieres a mucha gente.
De repente y mientras ella, al arrullo de mi voz, sigue vertiendo su llanto callado y seco sobre mi pecho, veo una sombra asomar por mi hombro. Llega acompañada de un batir de alas del color de la noche y de un sonido que parece –no, no parece, es- el cantar de un cuervo. No hay estridencia en ese canto y no me asusto, al contrario, me siento honrada y privilegiada porque sé quién es. Viene de muy lejos a graznarme precisamente a mí, así que escucho atentamente pues no es fácil traducir su ronco y dulce decir.
- En el aire está flotando una pregunta: ¿qué será mejor, forzarse a permanecer escondida dentro o dejarse salir fuera y luchar contra burdas ataduras?
Intento comprender en mi corazón y, en silencio, le agradezco su visita. ¡GRACIAS, CUERVO INGENUO!
Laura sonríe.
A Mariano, in memoriam
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