La conocí en un viaje a la sierra de Huelva, hace años. La llamaban “la loca de las muñecas”. La coleccionista de muñecas cuidaba de que “sus niñas” vieran pasar la vida a través de las ventanas de la casa. Destartaladas, y muchas de ellas con las ropas de sus trajes roídas por el tiempo, aparecían dispuestas en estanterías que desde la calle eran un escaparate, un guiño a la memoria y, posiblemente, un desafío al olvido.

A la caída de la tarde, pocos eran los vecinos y vecinas que pasaban por delante de la casa de la coleccionista de muñecas. El miedo. En un pueblo cargado de leyendas e historias sobre ánimas errantes, pensaban que en cualquier momento las muñecas cobrarían vida y sería habitadas por alguna de esas ánimas. Circulaban historias de que algún vecino había visto a las mismas muñecas que durante el día permanecían en sus estanterías tras las ventanas, caminar y saltar entre risas por el jardín. Alguno de ellos, provisto de una maravillosa imaginación, asegurada haberlas visto saltar por encima de la parra centenaria colmada de racimos de uvas que la coleccionista de muñecas tenía en la entrada al jardín.

Mucho tiempo después volví a visitar el pueblo, recuerdo que era por junio. Busqué la casa, busqué a la coleccionista de muñecas, busqué aquellas ventanas pobladas de caras de porcelana que tanto me conmovieron cuando las vi por primera vez, quise ver cómo había pasado el tiempo por ellas. Nada. En el mismo lugar, encontré un complejo de viviendas de 4 alturas, con piscina, pistas de pádel, aparcamiento, vigilancia 24 horas y todos esos servicios propios del tiempo en que nos creímos ricos y que también llegó a los pueblos serranos de Huelva. Urbanización “Las Muñecas”. Cuánta memoria contiene el olvido.

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