Como cada tarde, el niño abrió la puerta de la salita de estar y se despidió de su madre con una mirada no correspondida. Sentada en una mecedora, parecía rezar el rosario. A sus pies, en el suelo, aún estaban la botella rota y la lata de conserva vacía que había dejado el día anterior. El olor a romero, sudor y lavanda que llenaba toda la casa había desaparecido hacía ya algo más de tres meses.
Como cada tarde, cogió su patinete y tomó el camino del bosque. Hacía frío, pero los árboles todavía mantenían las hojas. Marchaba deprisa, jadeando, al límite de su pequeño corazón. El patinete encontró una piedra y el niño cayó al suelo. No lloró. Tomó una bolsa de plástico y empezó a buscar por el suelo. Recogió un bote de insecticida vacio y tres piedras redondas.
Como cada tarde, volvió al anochecer y vació el contenido de la bolsa a los pies de su madre, en un ritual sin vida. Cogió la piedra más bonita, brillante y rojiza, y la dejó junto a una foto de su padre que llenaba la habitación. Se quedó mirando su cara grande y sonriente, pero como su madre, él tampoco se movió.
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